La línea Zeferino Torreblanca
Por Jorge Salvador Aguilar Gómez, publicado en EL SUR el 8 de septiembre 2009
A principios de 2004 el PRD iniciaba el proceso interno para seleccionar su candidato para disputar la gubernatura. En la medida que avanzaba el proceso, de las cuatro opciones que se presentaron: Ángel Pérez Palacios, Felix Salgado Macedonio, Zeferino Torreblanca Galindo y Armando Chavarría Barrera, las dos últimas se fueron perfilando como las más viables para quedarse con la candidatura.
Si se hubiese permitido que fuese libremente la militancia en base a su experiencia histórica y a su tradición la que eligiera a su abanderado, era indiscutible que el candidato sería Armando Chavarría, pues representaba la lucha que por más de cincuenta años había antecedido a la formación del PRD. No sólo provenía de la universidad, que durante cinco décadas había sido el único espacio que había enfrentado al régimen autoritario, sino que era heredero del grupo que durante los sesenta había iniciado la lucha contra el autoritarismo en el estado.
Este movimiento estaba detrás de la ola cívica que en 1988 coloca a Guerrero como uno de los bastiones de aquella insurgencia ciudadana, encabezada por el Frente Democrático Nacional y que un año después desemboca en el Partido de la Revolución Democrática. Desde entonces el PRD de Guerrero es una de las más fuertes expresiones del perredismo nacional.
Desgastada la figura de Felix Salgado, después de diez años de protagonismo, la de Armando Chavarría era la candidatura natural del perredismo, para una sociedad como la suriana. Con los 400 mil votos de la elección de 1999, conseguidos con la candidatura Salgado Macedonio, no había duda que Chavarría sería el primer gobernador de izquierda en la entidad.
Sin embargo, para ese momento ya había arraigado una política pragmática en el perredismo, que tenía como premisa la alianza con los poderes fácticos a cambio de que le dieran al partido algunas migajas o al menos le permitieran ponerle sus siglas a algunos gobiernos municipales y estatales, aunque el resultado de estos triunfos nada tuviera que ver con un proyecto de izquierda.
Cuando todo parecía favorecer un triunfo del PRD, guiada por esta política, la cúpula nacional perredista, encabezada en ese momento por Andrés Manuel López Obrador y Cuauhtémoc Cárdenas, decidió entregar la candidatura de ese partido a un miembro del viejo bloque gobernante: empresario, comerciante acapulqueño, antiguo líder empresarial, sin ninguna trayectoria dentro de la lucha social. Tomada la decisión, lo demás era cuestión de operarla.
Sin embargo, un perredismo como el guerrerense, formado sobre la base de la izquierda histórica, no se avino bien con la imposición nacional y, al menos una parte se mantuvo en la idea de llevar su propio candidato. Pero para un partido centralizado, imponer sus decisiones sólo es cuestión de operación política. Se simuló una elección interna, que sirvió incluso para legitimar la imposición.
La de Chavarría no era ni con mucho una opción radical. Para este bloque era claro que en las condiciones por las que atravesaba el país, no era posible un gobierno radical, con la exclusión de las clases empresariales. De lo que se trataba era construir un proyecto que recuperara las demandas más sentidas del movimiento popular; justicia social, igualdad de oportunidades, apoyo al campo, respeto a los derechos humanos, hacer un corte de caja con el pasado, participación del movimiento social en las grandes decisiones públicas, es decir, radicalizar la democracia.
En una sociedad como la guerrerense, controlada por una oligarquía atrasada y violenta, aún un proyecto de esta naturaleza era inaceptable para los viejos caciques surianos, que ante su inminente derrota, optaron la opción más confiable para ellos, la de Zeferino Torreblanca. Así, la contienda por la candidatura perredista dejó de ser una disputa entre expresiones internas y se transformó en un enfrentamiento entre la izquierda histórica, representada por Armando Chavarría, y el régimen autoritario, encarnado en Zeferino Torreblanca.
Desde el momento en que Torreblanca sella su pacto con los caciques, enfrenta a Chavarría no como un adversario, sino como un enemigo de clase. La contienda se transforma en una disputa de dos proyectos antagónicos en los que se juega el futuro del estado. De ahí que el cacicazgo haya dado la orden a sus direcciones locales de volcarse en la elección interna en favor de su candidato, alianza que queda clara en la tersura del cambio, en la conformación del equipo de gobierno, pero sobre todo, en la política instrumentada por el primer gobierno de alternancia.
La incorporación de Chavarría al gabinete zeferinistas se basa no en la idea de darle espacios al PRD, sino en la táctica de Vito Corleone: “ten a tus amigos cerca y a tus enemigos más cerca”, para succionarle su fuerza. Durante los tres años que Armando Chavarría dura en la Secretaría de Gobierno, ésta es un cascaron sin capacidad operativa, para mantener amarrado al único liderazgo que le puede hacer contrapeso al gobernador.
Cuando Chavarría se da cuenta de esto y presenta su renuncia, unos días antes de la semana santa de 2008, el gobernador se la acepta, pensando que ya lo ha debilitado suficiente, pero trata de convencerlo de que se espere para una diputación Federal de 2009. “Armando, si vas a una diputación local serías el líder del Congreso y te tendrías que enfrentar a mí y eso no nos convendría a ninguno de los dos”. Predicción que resultó cierta.
Primero con motivo del veto del Congreso a la privatización de los servicios públicos, que el gobernador mete de contrabando, sin discutirlo con nadie, luego por el secuestro y asesinato de los líderes indígenas Raúl Lucas y Manuel Ponce, y más recientemente por los insultos del gobernador al presidente de la mesa directiva, llamándolo ignorante, ocasiones en las que Chavarría, asumiendo una posición de dignidad y de verdadero estadista, se convierte en una molestia para el gobernador y en un valladar al autoritarismo gubernamental.
Chavarría no era simplemente una piedra en el zapato del gobernador, era un obstáculo para sus intenciones transexenales. Por su capacidad para tender puentes transpartidistas, su habilidad para construir consensos, por la forma en que había convertido al Congreso en un verdadero contrapeso del Ejecutivo y el único líder perredista capaz de unir al partido en torno a su candidatura, Chavarría era un estorbo que Torreblanca no podía tolerar.
El reciente acercamiento entre el gobernador y el líder del Congreso es una buena coartada y sólo eso, porque los intereses de ambos eran distintos. Chavarría sabía que en la medida que se acercaba al gobernador perdía partidarios; como cabeza del Congreso estaba obligado a guardar las apariencias, pero su fuerza dependía de mantener una actitud de firme crítica hacia Torreblanca, esto lo sabían ambos.
Por lo anterior, es necesaria una quinta línea específica en la investigación del crimen de Armando Chavarría y esta debe ser la línea Zeferino Torreblanca, así, con nombre y apellido, de otra manera se está encubriendo a uno de los sospechosos.
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